El cacareado socialismo del siglo XXI no es más que el frentepopulismo del siglo XX. El viejo ensopado socialdemócrata vuelve a servirse en la mesa del proletariado para tomar coraje y salir a combatir a la derecha, al neoliberalismo, al imperialismo, a los fascistas, a los yanquis o a quien se designe políticamente como el nuevo enemigo en el próximo foro social, contra-foro o encuentro cultural. Para así tratar de impedir un enfrentamiento total con nuestro enemigo de clase: la burguesía mundial, aquí o allá, de izquierda o de derecha, que es siempre representante del Capital.
Es así que hoy, particularmente en Latinoamérica, los gobiernos progresistas mitifican estratégicamente ciertos sectores de la burguesía engrandeciendo a unos y tirando mierda a otros. Una estrategia similar que, salvando el tiempo y las distancias, funcionó en la década del 30 del siglo pasado, liquidando a los sectores más combativos del proletariado internacional, particularmente en la región ibérica donde llegaron revolucionarios de todas las latitudes y que tuvo su broche de oro con la masacre proletaria que supuso la llamada Segunda Guerra Mundial. La creación de pseudo-antagonismos como fascismo/antifascismo trabajan para la burguesía mundial, no es ninguna novedad evadir el antagonismo de clase para llamar a luchar contra tal o cual sector de la clase dominante.
Los mismos que nos llaman a apoyar las fuerzas progresivas de la burguesía nacional, de los antiimperialistas, de los burgueses industriales contra «el atraso del campo» son los mismos que en otras ocasiones nos llaman a combatir contra esas fuerzas. Le llamarán estrategia, le llamarán política… Es el progreso del Capital y ellos son sus agentes. El mantenimiento del orden capitalista, con su paz y su guerra, está basado en esta desorientación, en los golpes a ciegas, en la canalización del proletariado en proyectos burgueses disfrazados de revolucionarios. La llamada a construir poder popular es uno de ellos. Si bien no todos los partidarios del poder popular lo son del socialismo del Siglo XXI, y hasta puede haber grandes disputas entre ellos, ambos conceptos comparten su matriz ideológica. No pretendemos inmiscuirnos en las luchas terminológicas y politiqueras, sino marcar sus principales características.
Los llamados a construir poder popular, desde autodenominados comunistas o anarquistas hasta chavistas, se caracterizan a grandes rasgos por una insistencia en un populismo aclasista y una indefinición -propia de la necesidad de captar la mayor cantidad de sectores posibles- que recurre a artimañas terminológicas tanto cuando precisa definir «lo popular» como cuando debe hacerlo con «poder» derivando en el «poder hacer», el contra-poder, el doble-poder, la toma del poder institucional, la no-toma del poder institucional, la lucha por fuera de las instituciones, el apoyo crítico a tal gobierno, etc, etc. Poder popular puede significar la disputa de poder político por parte del pueblo, o el crecimiento de las organizaciones populares que se dedican a la lucha por reformas hasta tener la fuerza suficiente para dar el paso electoral, puede significar poder hacer para crear escuelas populares, cooperativas, emprendimientos autogestivos de salud, comunicación, alimentación, etc; que en la mayoría de los casos son impulsados por el Estado o no logran mantenerse al margen de este, e incluso en los casos más «radicales», de aparente total independencia del Estado, lejos de perturbar el orden capitalista no hacen más que gestionarlo y en ese aspecto son también parte del Estado. En Venezuela incluso se le agregó al nombre de cada ministerio el sufijo «de Poder Popular», y cuando Chávez murió lo lloraron desde burgueses a libertarios de apoyo crítico. Pero el chavismo y su oposición burguesa no son más que dos formas de gestión capitalistas, dos alternativas para mantener la marcha del Capital.
No nos importa delimitar sus propuestas sino afirmar que sus proyectos, aprovechando nuestras debilidades actuales como clase, niegan la revolución social como ruptura total para convertirla en un proceso de absorción o de reformas políticas donde las instituciones y sus funciones comenzarán a ser «del pueblo», de negar el carácter proletario de la revolución, de negar que es la burguesía quien tiene el poder. De lo que se trata es de destruir su poder, de negarlo, de imponerle la revolución total, de comprender que la necesidad de revolución no deriva de una idea abstracta sino de la generalización de todas nuestras necesidades y deseos humanos, y no en la unidad amorfa y etapista de las reivindicaciones convertidas en meras reformas separadas y clasificadas en políticas, económicas, culturales, ecológicas, de género, inmediatas, históricas.
Es tal el reformismo de estas tendencias que en muchos casos ni siquiera hablan ya de revolución sino de cambio social, de procesos de cambio. De este reformismo que todo lo separa surgen a su vez la invención de «nuevos sujetos de cambio» asignados a tal o cual «sector popular», clasificaciones sociológicas otorgadas por académicos y políticos, que siempre utilizan para dividir, aislar y forzar al proletariado a someterse a la burguesía y mantener la explotación. Nos hablan de indígenas, estudiantes, mujeres, campesinos, trabajadores desocupados, precarizados, profesionales, clase media, intelectuales, del pueblo… En fin, de ciudadanos, y si justamente buscan ahí un sujeto de cambio es porque no quieren cambiar nada y mucho menos una revolución proletaria. Por el contrario, buscan la destrucción del proletariado y su programa, manteniendo intocables al Estado, a la democracia y sus derechos, al trabajo asalariado y la propiedad privada.
Los pocos que se atreven a hablar de clase trabajadora, obrera o explotada, lo hacen de manera apologética para seguir defendiendo el trabajo asalariado y conciben a la clase como la suma de todos esos sujetos o sectores populares que nos deberíamos unir tras uno u otro proyecto político que dará respuestas a cada sector en particular. ¡Nuevamente no es más que la noción socialdemócrata de revolución como mero cúmulo de reformas!
Donde más evidente se hace el carácter burgués de estos proyectos es cuando busca canalizar al proletariado en el latinoamericanismo, que no es más que una suma de nacionalismos, no es más que la defensa de los intereses de un grupo determinado de burgueses a través de un grupo de Estados. Todo Estado es imperialista por más débil que sea su economía nacional o atrasada su industria. En las guerras del Capital como en los mercados solo hay en juego intereses burgueses imperialistas y nunca los intereses del proletariado. La separación ideológica entre primer mundo-tercer mundo o «países desarrollados» y «en desarrollo» enfrenta a los proletarios entre sí, a la vez que confunde y destruye las tareas revolucionarias. La noción etapista de la revolución nos dice que en Latinoamérica hay que realizar las tareas democrático-burguesas desarrollando la industria nacional, fortaleciendo la democracia. Otra vez el cuento de la liberación nacional pero esta vez más a través de las urnas que de las armas.
Las críticas a estas tendencias son tan viejas como el enfrentamiento revolución-contrarevolución. A pesar de presentarse como novedoso, del siglo XXI, no son más que el viejo reformismo con una nueva cara, defendido tanto en nombre de la «revolución» como negando su necesidad. Pero la reforma es siempre, y en todos los casos, el arma de los enemigos, de los explotadores y los opresores contra las necesidades humanas. La revolución, la imposición y generalización de estas necesidades, no puede realizarse reformando esta sociedad basada en la explotación, en el sacrificio, en la negación más brutal de la vida en favor de la valorización del Capital, sino única y exclusivamente mediante su destrucción violenta.
Las reformas y construcciones que propone el poder popular no es que sean incompletas o se queden a mitad de camino ¡es qué van en otra dirección! Pues son parte de la política de la burguesía para canalizar y negar la fuerza revolucionaria del proletariado y transformarla en fuerza productiva del capital.
Toda defensa de la economía nacional, se pinte o no de socialista, es la defensa de nuestra explotación.
Contra las alternativas de gestión burguesas, opongamos la organización y centralización de las luchas proletarias.
Ante la catástrofe capitalista hay un solo camino para la vida: la destrucción revolucionaria del trabajo asalariado y la mercancía.
Proletarios Internacionalistas
http://www.proletariosinternacionalistas.org
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